UN DICTADOR DESBOCADO…

Gabriel Orellana Rojas

«A Dios no le gustan los dictadores». Papa Francisco, 18 de septiembre 2019. 

De una publicada el ocho de los corrientes por Infobae me interesó especialmente este pasaje: «Nancy Pelosi [tercera persona en el orden de la sucesión presidencial en su país, valga aclarar] dijo que habló con el máximo general de EEUU para prohibir que Trump ordene “acciones militares o un ataque nuclear”. La líder demócrata en la Cámara de Representantes indicó […] que se contactó con el jefe del estado mayor conjunto porque “este presidente desbocado no podría ser más peligroso”, y que este le aseguró que efectivamente tomaron medidas en esa línea.»  Agrega la misma nota que también conversaron sobre las «precauciones disponibles para evitar que un presidente inestable inicie hostilidades militares o tenga acceso a los códigos nucleares y ordene un ataque nuclear.» Y es que no es para menos: ¡diez minutos es el tiempo que le tomaría al presidente estadounidense ordenar un ataque de esa naturaleza!  Es algo que una potencia mundial no se puede permitir.

Haciendo a un lado la simpatía o la antipatía que produzca el señor Trump, me parece importante dimensionar con serenidad de ánimo el peligro que entraña que ¡un solo individuo!,  con poderes cuasi absolutos y con poco raciocinio pueda poner en el peligro la paz del mundo a causa de sus reacciones viscerales. No hay que olvidar que Arthur Schlessinger afirmó que la de su país es una «Presidencia Imperial».

Escribiendo sobre un tema de boga en el siglo XVI cual es el perfil cualitativo que deben tener los gobernantes, el tratadista español Juan Huarte de San Juan, dijo que: «No hay cosa más perjudicial en la República que un necio con opinión de sabio, mayormente si tiene algún mando y gobierno.» (Examen de Ingenios para las Ciencias, 1575).

Es interesante señalar además que la inquietud expresada por Huarte de San Juan se ha mantenido vigente hasta nuestros días; baste con señalar el artículo 113 de nuestra Carta Fundamental. Y en la literatura existe de ello abundante material, como lo demuestran –a título de ejemplo— las obras de Nicolás de Maquiavelo (El Príncipe); de Juan de Mariana (La dignidad real y la educación del rey); Fray Antonio de Guevara (Relox de Príncipes); Diego Saavedra Fajardo (Empresas Políticas); Francisco Quevedo (Política de Dios, Marco Bruto); y Federico II de Prusia (Anti-Maquiavelo), Montaigne (Ensayos); Francis Bacon (Ensayos); Policarpo Cavero Combarros (Rango psicológico del gobernante) y Enrique Salgado (Erótica del poder). Pero todas estas obras –y las que me faltaría agregar— han sido insuficientes para impedir que personajes como Adolfo Hitler, Benito Mussolini y Iósif Stalin entre otros, sin olvidar otros tantos que existen y gobiernan hoy en día, hallan llegado al poder. La conclusión resultante de todo esto es que, hasta la fecha, no ha existido forma ni medio alguno para dominar el apetito de poder del animal político, excepto la fortaleza de las instituciones… en casos muy contados.

En la presentación del libro de Combarros se indica que, en los primeros años de su existencia, el Profesor de la Universidad de Viena, Erwin Stransky (1877-1962), autor –entre otros—del libro Staatsfürhrung und Psychopathie, presentó a la Organización de las Naciones Unidas un proyecto cuya idea fundamental era «que todos los hombres llamados a ocupar un puesto de gobierno deben ser sometidos a previo reconocimiento psiquiátrico».  Idea  ésta que me parece sensata y consecuente con la realidad que recién había sufrido el continente Europeo. 

Soñaba el Abad de San Pedro y yo también sé soñar, tituló don José Cecilio del Valle uno de sus más famosos artículos. Y la idea que ahora extraigo de este título es que, hablando en términos locales y contemporáneos, la idea de Stransky no es descabellada.  Debería aplicarse por parejo en nuestro país a toda la clase política, sin excepción:  diputados, ministros de estado y, por supuesto, a los aspirantes a jefes del organismo ejecutivo. Nada tiene de raro.  Se emplea para seleccionar jueces, magistrados y empleados y funcionarios públicos.  ¿A cuenta de qué hacer excepciones?