SOBRE LA CONSTITUCIÓN Y EL ESTADO DE DERECHO

Gabriel Orellana Rojas

Sobre la reforma Constitucional. Un fantasma recorre varios países de la América Latina: reformar sus constituciones políticas. Chile y Perú son hoy un buen ejemplo de ello. En Guatemala comienzan a soplar los vientos en el mismo sentido y por este motivo me interesa compartir, engarzadas, algunas reflexiones sobre el tema, vertidas por Guillermo Cabieses en su artículo titulado Un fetiche constitucional (El Comercio.pe 22.07.2021).

«La Constitución no es el problema. Lo son los gobernantes».

Por algún motivo místico hay quienes sostienen que [la Constitución] es la causa de todos nuestros problemas, que su reemplazo remediaría nuestros males. Una asamblea constituyente sería iluminada por la providencia y redactaría un documento divino dictado por el “pueblo”, tal cual la recitación del Corán por Alá a Mahoma. Esta nueva constitución terminaría con la corrupción y restauraría nuestra dignidad. Sería la solución de todos nuestros problemas; y sospechamos que, incluso, haría llover maná.

Todos sabemos (o deberíamos saber), empero, que una constitución no es un documento milagroso, sino una herramienta de control del poder estatal. Cualquier propuesta para su modificación, por más enmascarada que se encuentre con ofertas de bendiciones, lo único que pretende es ampliar los poderes del Estado a costa de una correlativa restricción de libertad de los ciudadanos.

El discurso sobre el cambio de constitución está arropado de argumentos demagógicos sobre la inclusión de derechos que supuestamente no están en nuestra Carta Magna (como la vida, la salud o la educación), cuando sí están. Basta leer la Constitución para saber que eso es falso. Es claro que lo único que realmente se pretende es la modificación del régimen económico actual».

Sobre el Estado de Derecho. Por otra parte, el columnista mexicano, José Elías Romero Apis, plantea agudas reflexiones sobre el Estado de Derecho, a las que aúna la claridad expositiva y la actualidad que se vive en nuestros países.

En los sistemas modernos cuando el César obedece la ley, se llama Estado de derecho. Cuando la desobedece, se llama tiranía. Cuando simula que la obedece, se llama dictadura. Y cuando tan sólo dice que la obedece, se llama demagogia.

A su vez, cuando los gobernados obedecen la ley, se llama legalidad. Cuando la desobedecen, se llama delincuencia. Cuando simulan que la obedecen, se llama falsedad. Y cuando tan sólo dicen que la obedecen, se llama farsa.

Ahora bien, ¿A quién se debe obedecer? ¿Al gobernante, al gobernado o a la ley? Y, por consecuencia de lo anterior, ¿A quién debemos preguntar lo que quiere, para que bedezcamos su voluntad? ¿Al gobernado, aunque sea en contra de la ley? ¿Al gobernante, aunque sea en contra del gobernado? ¿O a la ley, aunque sea en contra del gobernante?

Aclaro tres posiciones personales. Como demócrata, me gusta que la voluntad de los gobernados sea tomada en cuenta. Como político, me parece inteligente que el gobernante la tome en cuenta. Como abogado, me parece imperativo que la voluntad de la ley prevalezca sobre la del gobernante y sobre la del gobernado. […]

En fin, como casi todos los seres modernos y civilizados, me gusta la democracia y me gusta la justicia. Pero, como casi todos los seres sensatos, reconozco que ambas pueden existir sin la otra. Democracia sin justicia puede ser el linchamiento. Es democrático, pero es injusto. Justicia sin democracia puede ser la sentencia. Es justa, pero no es democrática.

Hace 50 años, mi padre me recomendó que, como abogado siempre le preguntara a la ley y, como político, siempre le preguntara al pueblo. Pero que a cada uno le hiciera la pregunta correcta. […].

Según el caso, preguntemos a la ley, al jefe, al pueblo, a los hijos, a la pareja, a los amigos y, a veces, hasta a los desconocidos. Pero, a cada quién tan sólo lo que le debemos preguntar.

«Preguntemos al César lo que quiere el César y preguntemos a la ley lo que ordena la ley.» (Lo del César y lo de la ley. Excélsior. 23.07.2021).