NECROFILIA LEGISLATIVA

Gabriel Orellana Rojas

Notorio es el empecinamiento de algunos diputados en contrariar el texto, los valores y los principios constitucionales, afirmando –falsamente— que «la pena de muerte está vigente en Guatemala y lo que hay que regular es el indulto».  ¿De dónde telas, si no hay arañas? Hasta el momento, no he escuchado un argumento jurídico sólido que demuestre que la iniciativa se ajusta a nuestra Carta Fundamental: aquí no valen argumentos viscerales ni sentimentales.

Una nota del diario virtual Soy 502, firmada por José Miguel Castañeda, titulada Congreso retoma iniciativa de ley para reactivar pena de muerte, del 27 de enero recién pasado, informa sobre una iniciativa de ley –presentada desde marzo del año pasado— que tiene como propósito reactivar la pena de muerte al  restituirle al Presidente de la República la facultad de conceder el indulto como «último recurso para perdonar a los condenados a la pena capital», agrega la nota.

Como es de rigor, la iniciativa pasará a la Comisión de Gobernación para su análisis y dictamen. Al superar esta fase, regresará al Pleno del Congreso para su conocimiento y eventual aprobación.

¡Qué lastimosa pérdida de tiempo!

Es imposible pasar por alto la falacia con que se pretende sustentar la iniciativa que ahora nos ocupa, por varios motivos.  El primero es que la pena de muerte, ante la morosidad del Congreso de la República para cumplir el artículo 18 constitucional, fue expulsada del ordenamiento jurídico guatemalteco por la Corte de Constitucionalidad, como lo demuestran –entre otras— las sentencias del 11 de febrero de 2016 (Expediente 1097-2015) y del 24 de octubre de 2017 (Expediente 5986-2016).

En segundo lugar, porque Guatemala es parte de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, tratado internacional en materia de Derechos Humanos, aceptado y ratificado por nuestro país y que, por mandato del artículo 46 constitucional, tiene «preeminencia sobre el derecho interno».  El artículo 4.3 de la Convención dice claramente que «No se restablecerá la pena de muerte en los Estados que la han abolido». Es lógico afirmar que si la pena de muerte fue expulsada del ordenamiento jurídico, ya no se podrá restablecer, so pena de incumplir el compromiso internacional en materia de Derechos Humanos.

Cabe abordar, en tercer lugar, el argumento que para los «necrófilos» diputados (Miguel de Unamuno, dixit)  y que representa la «perla» de su argumentación: que por el solo hecho de restituirle al Presidente el derecho a conceder el indulto, quedaría reestablecida la pena de muerte.  Este argumento merece un detenido análisis para demostrar su inconsistencia. 

Omite considerar la terminante disposición del artículo 4.6 del Pacto de San José de Costa Rica, que dice: «Toda persona condenada a muerte tiene derecho a solicitar la amnistía, el indulto o la conmutación de la pena, los cuales podrán ser concedidos en todos los casos. […].» Es ésta una disposición auto ejecutable; que, en otras palabras, «no necesita tecomates para nadar».  La falta de norma nacional guatemalteca reguladora del indulto no impediría la aplicación del artículo 4.6 de la Convención Interamericana de Derechos Humanos a secas, en acatamiento de los artículos constitucionales 44 (« Los derechos y garantías que otorga la Constitución no excluyen otros que, aunque no figuren expresamente en ella, son inherentes a la persona humana.»); el 46, ya citado,  y el 149 («Guatemala normará sus relaciones con otros Estados, de conformidad con los principios, reglas y prácticas internacionales con el propósito de contribuir al mantenimiento […] y […] al respeto y defensa de los derechos humanos […].»). Más aún, los señores diputados no han aclarado: ¿cómo se puede justificar el –tan llevado y traído— principio de la división de poderes confiriéndole al Presidente injerencia en las decisiones judiciales?

Si en su afán de imponer la pena de muerte –a sangre y fuego—llegasen al colmo de proponer la denuncia de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, habrá que agregar una cuarta consideración (que no sería la final para este asunto) como lo es el determinar si tal denuncia está permitida por nuestro Bloque de Constitucionalidad; si la denuncia conlleva o no un fraude a la Constitución, y si la denuncia implicase o no una reforma constitucional amañada para sustraerla del mecanismo previsto por la propia Ley Suprema. 

Todo anuncia que habrá que recorrer un largo y escabroso camino antes de que tan avieso y deleznable propósito pudiese cobrar vigencia.