LA TRADICIÓN DEL FIAMBRE ME RECUERDA A MI ABUELITA

Nineth Montenegro

Cuando se es niño o niña se tienen percepciones diferentes de la vida y de las personas que nos rodean, hay aspectos que no valoramos sino hasta que somos adultos. Eso me pasó a mí con mi abuela y todo lo que se esforzó por darnos momentos felices que no atesoré sino hasta adulta.

Ella fue una mujer sufrida y por lo mismo era de carácter fuerte, a pesar de ello era de las que gustaba celebrar las tradiciones con la familia, que eran sus hijos y nietos. Yo vivía con ella y la veía hacer los preparativos con tanta ilusión que se convertía en otra persona. Para mí, más que una tradición guatemalteca, el fiambre me evoca épocas de niñez y juventud muy especiales pues sabía que vendrían los primos y primas y que pasaríamos momentos únicos entre nosotros, pero también con ella.  Para mi abuela era una fecha importante por ser arraigada a las costumbres, como recordar con exaltación a los que ya no estaban entre los vivos, pero especialmente porque reunía a la familia, y más aún porque compartía con nosotros de una forma única.

Para que nos sintiéramos parte de la tradición, nos delegaba tareas y nos encantaba, como limpiar verduras y ayudarla a encurtirlas y, luego arreglar los platos con todas las carnes y quesos que este lleva. En el medio nos contaba historias de su vida y época, cuentos y hasta chistes a veces subidos de tono que no siempre entendíamos.

La hecha de los molletes era muy competitiva entre los nietos, usábamos toda la mesa del comedor, partíamos el pan dulce en dos y ya luego unos echaban crema, otros pasas y claro, quien terminara primero tendría un premio.

Todo esto ocurría un día antes, por lo que ahí dormían todos los primos, motivo por el cual luego de haber contribuido con el fiambre de la abuela, salíamos a jugar a la calle y a compartir con los vecinos. Eran épocas en las que no había los peligros de hoy día.

Al día siguiente, el 1 de noviembre, ya llegaban los tíos, y era una tradición rezar por los que se fueron antes que nosotros, esa actividad era la que no muy gozaban los primos, pero era obligado hacerlo. Luego venía la hora de degustar lo que junto a ella “habíamos” hecho, que por cierto, era el fiambre más delicioso que he probado, pues según decía la abuelita, su mama le había dado la receta del “caldillo”. Este para mí era un momento mágico, todos juntos, entre risas y nostalgia.

Por la tarde, volábamos nuestros barriletes y el tema era cual lograba volar más alto, hasta “el infinito”. No imaginaba que con el paso de los años estos momentos jamás volverían porque eso es la vida, instantes, soplos.

Épocas inolvidables que han quedado calcadas en mi mente y corazón, que murieron con ella pues luego de su deceso ya nada fue igual, y es que era ella el cemento que nos unía por un lado, y luego casi todos mis primos y primas, uno a uno, se fueron del país y jamás volvieron, por lo que cada “día de los muertos” recuerdo con mucho cariño a los que ya no están, pero también a los que nunca volví a ver y están vivos, pero tan lejanos que de ellos tengo retazos de esos momentos. Hoy día, esos tiempos vividos los acaparo como parte de un trayecto de mi vida que no vi tan maravilloso sino hasta la edad adulta y que contribuyen a hacerme pensar que la existencia nos da tiempos especiales que luego serán los que nos ayuden a sobrevivir, y pensar que ese lapso con sus altas y bajas, tiene al final un encanto especial.