La dirección de la política exterior no le confiere un poder absoluto al Presidente de la República

Gabriel Orellana Rojas

Entra las múltiples funciones que la Constitución le confiere al Presidente de la República incluye las de dirigir la política exterior y las relaciones internacionales y la de «nombrar y remover […], Embajadores y demás funcionarios que le corresponda conforme a la ley», (artículo 183, literales «o» y «s»).  ¿Significa esto que puede nombrar como Embajador a quien le venga en gana, arguyendo que este poder se encuentra implícito en tales facultades?

Apoyándose en los mencionados preceptos, se ha sostenido que el Presidente de la República, en cuanto director de la política exterior y las relaciones internacionales, goza del poder omnímodo para hacer todo cuanto se acomode a sus intereses, incluyendo la potestad de nombrar a quien quiera como Embajador de nuestro país.  De lo contrario  ̶ continúa el argumento ̶  se le coartaría el debido ejercicio de su función rectora de la acción exterior del Estado.

Este argumento contradice el principio de legalidad. Según este principio, rector en un Estado Constitucional de Derecho, el ejercicio del poder está sujeto a las limitaciones impuestas por la Constitución y por las leyes (tal es lo que dice el artículo constitucional 152) y lo desarrolla diciendo que los funcionarios son depositarios de la autoridad, responsables legalmente por su conducta oficial, sujetos a la ley y jamás superiores a ella (como también lo dice el artículo 154 de la Constitución). También hay que considerar que la principal función del Presidente de la República es «cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes», (artículo 183, literal «a»).

Por consiguiente, los llamados “actos políticos son objeto de enjuiciamiento jurídico. Esto último es una consecuencia del principio de supremacía constitucional, expresado por nuestra Ley Suprema cuando afirma que: «serán nulas ipso jure, las leyes y disposiciones gubernativas o de cualquier orden que disminuyan, restrinjan o tergiversen los derechos que la Constitución garantiza», (artículo 44), y que «no hay ámbito que no sea susceptible de amparo, y procederá siempre que los actos, resoluciones o leyes de autoridad lleven implícitos una amenaza, restricción o violación a los derechos que la Constitución y las leyes garantizan», (artículo 265).

Con motivo de la posible reforma de la Ley del Servicio Diplomático de la República de Guatemala, se pretende conferirle al Presidente la facultad absoluta y discrecional de nombrar como Embajadores a las personas que estime se ajustan a sus personales deseos. Sostener lo contrario, dicen, «le impediría el adecuado manejo de la política exterior».

Sostener este argumento también significa la negación de otro principio consagrado por la Carta Fundamental en su artículo 113, cual es que, para el otorgamiento de empleos o cargos públicos «no se atenderá más que a razones fundadas en méritos de capacidad, idoneidad y honradez». 

No se necesita mucho para colegir que la capacidad y la idoneidad necesarias para desempeñar el cargo de Embajador no se adquieren por correspondencia ni ejerciendo cualquiera otra profesión distinta al que conlleva el ejercicio de la carrera diplomática; es decir, a fuerza de estudio y experiencia en la trinchera profesional. Un funcionario diplomático, al igual que los pilotos aéreos, adquieren plusvalía por sus horas de vuelo, o sea, por la experiencia adquirida tenazmente en sus respectivos campos de batalla. (el terreno de la diplomacia, tratándose de los Embajadores).

Cabe ilustrar este punto, citando como ejemplo la carrera militar: El Presidente de la República que designe a un oficial recién graduado de la escuela militar para ocupar un alto mando en el ejército, no sólo faltaría a la ley, sino que cometería un peligroso desatino, y lo mismo ocurriría si nombrase comandante de una zona militar a alguien ajeno a la carrera de las armas, pero de su entorno familiar.