LA ARRAIGADA HERENCIA AUTORITARIA

Luis Fernando Mack


“La democracia no es más que una dictadura elegida por el pueblo, no nos engañemos.” BOB MARLEY

Uno de los temas más fascinantes de la teoría política es el análisis de los valores, actitudes y formas de pensar que favorecen o determinan el establecimiento de ciertas inercias estructurales, es decir, de ciertas realidades que están hechas para no cambiar. Es a esto que los teóricos llaman “cultura política”: los rasgos y valores culturales que son compatibles con determinados regímenes políticos.

Si analizamos con esta categoría teórica la realidad guatemalteca, notaremos inmediatamente que los guatemaltecos tenemos rasgos muy sobresalientes: apáticos políticamente, pesimistas y resignados con respecto al futuro, con una profunda conciencia de siervos más que de ciudadanos, mientras que por contrapartida, profundamente intolerantes frente a la diversidad, con una predisposición a la violencia y marcadamente autoritarios.


Octavio Paz le llamaba a esta dualidad servilismo – autoritarismo el “laberinto de la soledad”, justamente porque quien ejerce autoritariamente el poder sabe que en las alturas se está solo, aunque paradójicamente, también en la llanura: quien sufren el autoritarismo, tiende a ser autoritario a la primera de cambio. El dicho popular es una fuente clara de esta dualidad: «El mundo tiene forma de gallinero, las gallinas que suben primero, hacen sus necesidades en las que están abajo».

Los sicólogos nos explican que en muchas ocasiones, las heridas sicológicas que tenemos nos marcan de tal forma, que imperceptiblemente reproducimos esos mismos patrones de conducta que tanto nos han hecho daño. Así, los hijos de alcohólicos tienden a buscar a su pareja bajo la misma regla, por lo que terminan formando un hogar alcohólico. De igual forma, los ciudadanos que han crecido bajo los políticos autoritarios, tales como el actual presidente Alejandro Giammattei, se acostumbran a ser tratados como siervos, en vez de ciudadanos. Es la ley del más fuerte que prevalece en Guatemala desde tiempos inmemoriales.

En muchas ocasiones he visto como colegas que antes eran amables, callados y sencillos, cuando son promovidos a un puesto de mando inmediatamente cambian su forma de ser para convertirse en aprendices de dictador que vociferan y amedrentan a quien esté bajo su responsabilidad. Un observador agudo diría que las personas no cambian de la noche a la mañana; más bien, que en determinadas circunstancias aflora la verdadera personalidad.

Esta sorprendente característica de los guatemaltecos no debe extrañar mucho, ya que esos valores y prácticas autoritarias han sido aprendidos de los líderes políticos, pero también de la vida diaria: por ejemplo, el tráfico se llena de personajes que, a base de imprudencias como pasarse con la luz en rojo, estacionarse en doble o triple fila, o transitar contra la vía, se adelantan a los demás, dejando una estela de malestar y desorden: invariablemente, atrás del infractor, se suman otros personajes, que intentan igualmente pasar de forma imprudente, para ahorrar tiempo. 

Así, la vida cotidiana no hace más que reflejar las prácticas políticas que son una realidad en Guatemala; por eso tampoco hay que extrañarse que los políticos regularmente nos ofrezcan más de lo mismo: o mano dura, o la otra cara del autoritarismo, el paternalismo. Y que conste que no me refiero a ningún político en particular, más bien pienso en la generalidad de ellos. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Hay una frase, extraída de la biblia, que dice que las sociedades tienen los líderes políticos que merecen. Aunque yo no comparto del todo este criterio, creo que uno de los principales obstáculos para que este país cambie es precisamente, esa arraigada conciencia autoritaria que se instaló en nuestra forma de pensar y que nos impide sistemáticamente ser algo diferente a lo que quisiéramos. Lamentablemente, las sociedades que pierden la memoria histórica, están condenadas a repetir sus problemas, al infinito.