HACER CIUDADANÍA EN UN PAÍS ENFERMO

Recuerdo mis primeros pasos en los medios de comunicación. Era por allá del 1997. Era en medio que se enfocaba en noticias de sucesos, es decir, muertos por accidentes, crímenes pasionales, extorsiones, asaltos, desmembramientos, machetazos, violaciones y cosas así. Decidió abandonar el escenario politiquero y la causa social por evitarse la acidez estomacal que provoca enfrentar la censura, las amenazas a sus periodistas y molestar al mandatario de turno, todo porque es malo para el clima de negocios. En aquella sala de redacción era común escuchar a los periodistas contar, con el gusto que da recibir una medalla de honor por el trabajo bien hecho, los reclamos de los funcionarios por una nota bien investigada.

En cada gobierno se volvió “normal” que los políticos buscaran darle la vuelta a todo para robar los recursos del estado y salir ilesos de la justicia para disfrutar de esa jubilación. Después de la llegada de la firma de la paz en 1996, la política sistemática adoptada fue retirar las fuerzas policiales y militares con el fin de sanar las heridas de la guerra entre la población.

Por aquellos tiempos la industria del secuestro se posicionó como el crimen que devolvía los mejores réditos. Las autoridades informaban que cada día se registraban entre 10 a 15 secuestros pero extraoficialmente, se decía que eran entre 20 a 30. A veces las víctimas aparecían, otras no. A veces se reportaba el hecho, otras no. A veces rescataban a la víctima y capturaban a los secuestradores y otras veces pagaban el monto del rescate y la víctima aparecía muerta en un terreno baldío.

Aunque la industria del secuestro sucumbió por la persecución de las autoridades, al final solo se cambió un mal por otro. La falta de fuerza seguridad en los departamentos fueron los “narcos” quienes empezaron a imponer su ley. Se volvió frecuente la llegada de los carteles a los pueblos y, luego de amenazar a las autoridades o comprarlas, echaban a familias enteras de sus casas para edificar sus mansiones o las acondicionaban de acuerdo a sus necesidades.

Ante esta situación, miles de miles emigraron al norte ante la fuerza del narcotráfico. Familias que tenían más de 100 años de vivir en algún pueblo eran expulsadas o eliminadas.

Al poco tiempo las maras copiaron el “modelo narco” y también ocuparon colonias y residenciales marginadas desplazando a miles de ciudadanos. Las maras menos conflictivas secuestraban las colonias e imponían un toque de queda para que los ciudadanos no circulen desde las 7 de la noche con la autorización de las fuerzas policiales que prefirieron engordar su billetera.

La violencia contra la mujer aumentó igual que las denuncias en los tribunales y era duro saber que la violencia de género ni siquiera conmovía a un juez. Escuchar ese ruido sobre la putrefacción de nuestra sociedad, no digamos la guerra, ofendía a muchos en especial a los acomodados. Solo el hecho que maten a un familiar o te saquen de tu casa por el deseo de un degenerado, es suficiente para odiar por siempre este país. Eso te enferma de por vida.

Así que decidí no meterme en ese mundo por el simple hecho que no tenía estómago para eso. Como todo en la vida, siempre hay un hombre para cada trabajo y muchos medios se aprovecharon encontraron prosperidad y hemorragias de dinero en ese nicho.

En la actualidad es difícil encontrar buenas noticias que sirvan para construir civismo y hacer democracia en un país donde todo está pactado. Sin embargo, los lectores exigen un poco de optimismo y uno como columnista también. Cansa escribir sobre lo malo que ocurre para que a nadie le importe y escribir solamente sobre ese clima te mata las ganas de armar una oración.

Salvo que uno tenga la suerte de estar haciendo lo que más le gusta, es durísimo habitar en Guatemala. Despertar y salir de la cama, desayunar a la fuerza y encaminarse con el reniego del espíritu a un trabajo que nos roba vida o viola nuestro derecho fundamental de existencia, es lo peor que le puede pasar a un ser humano. Hacer lo que toca es bueno por un tiempo pero hacerlo para siempre, atenta contra la voluntad divina.

Me queda claro que no basta con levantarse temprano, llegar puntual, pagar impuestos, sacar la basura, no pelear con vecinos, respetar al prójimo, ir a la iglesia, leerse toda la biblia y orar antes de acostarse, para hacer un mejor país.

Hacer ciudadanía para construir una democracia representativa requiere un esfuerzo enorme sin derecho a descanso. Es un reto que vale la pena, y como aquello que vale la pena, esto representa un riesgo enorme de parte de cualquiera a perderlo todo. Sin embargo, cualquier camino, aunque sea difícil, para crear una mejor Guatemala, vale la pena recorrerlo. ¿Dónde empezamos?

Empecemos por preocuparnos por los demás por aquellos que lo perdieron todo y luego sigamos con nuestros vecinos, no los dejemos a su suerte. Solo si nos involucramos sucederá el cambio. El ejemplo de la vida que llevemos, sin importar que lo hagamos solos, es una garantía de inspiración.