ENTENDER LA CORRUPCIÓN

Gabriel Orellana Rojas

En la actividad política, la palabra «corrupción» es causa de desasosiego para muchos, tanto para los que, al combatirla aspiramos construir un mejor país, al igual que lo es también para quienes medran y se benefician de ella. En todo caso se impone preguntar: ¿Cuánto conocemos de este flagelo?

Claudio Lomnitz, Profesor de antropología de la Universidad de Columbia, en un brillante ensayo [La corrupción no se barre como una escalera, Nexos. 1 enero, 2021], examina este flagelo desde la perspectiva mexicana, de manera tan clara y tan contundente, que me sentí obligado a compartirlo con todos cuantos queremos construir una Guatemala, porque también veo en este trabajo un retrato de nuestra triste realidad.

«La idea de que un presidente honesto es garantía contra la corrupción es falsa». Punto.

Para entender por qué, analicemos la consabida metáfora de que, así como las escaleras “se barren de arriba a abajo”, la corrupción se resuelve eligiendo a un presidente honrado. No suena mal. Finalmente, todos sabemos que la corrupción toca al gobierno entero y que los de arriba mandan sobre los de abajo. Una “moralización” de la burocracia desde arriba quizá podría resolver el problema. Pero no.

Para entender por qué pensemos un poco más en esa metáfora. ¿Se parece la corrupción a una escalera? Aparentemente sí, porque las burocracias funcionan con escalafones, que pueden ser representados a modo de una escalera. Pero este rasgo de las burocracias nos dice poco de cómo funciona la corrupción, que es una práctica que involucra a actores que están dentro y fuera de las burocracias y también a porciones de gobierno diversas, que no forman parte del mismo escalafón. La “escalera” es sólo una pequeña parte de las relaciones que entran en un sistema de corrupción.

Así, la función de una escalera se reduce a subir y bajar. Las funciones de la corrupción, en cambio, son múltiples, y el papel de las jerarquías burocráticas en el desempeño de esas funciones es limitado.

Pensemos, por ejemplo, en las operaciones corruptas de una empresa como Odebrecht, que distribuía dinero ilegalmente entre funcionarios para asegurar jugosos contratos. El dinero sucio de Odebrecht no se canalizaba sólo a los directivos de Pemex, sino también a las campañas políticas de congresistas y a un largo catálogo de posibles influyentes. En casos como este, la corrupción sirve no únicamente para que una burocracia favorezca a una compañía, sino que apuntala el poder político de una red, un partido —o aún una coalición—, que luego va a sostener a la cúpula que va a tomar esas decisiones.

En un caso así, el actor corrupto construye una red difusa de influencia que no se parece a una escalera, con el presidente de la República en la cima. Es más, en la medida en que la corrupción tenga como condición la competencia interpartidista y el presidente dependa de que sus partidarios retengan sus escaños en el Congreso y ganen elecciones locales […], esta clase de corrupción no puede ser “barrida” por el presidente. De hecho, el presidente no necesitaría recibir ni un peso de dinero corrupto para optar por hacerse de la vista gorda frente a esta clase de arreglo, porque su poder depende en parte del Poder Legislativo y también de la influencia de su partido. Así, la metáfora de una escalera no captura este aspecto de la organización política de la corrupción.

Pasemos ahora a considerar otro tipo de corrupción. Pensemos en las pequeñas “mordidas” que diversos actores de la “economía informal” les ofrecen cotidianamente a servidores públicos de rango menor: policías, recolectores de basura o inspectores de salubridad, por ejemplo. Pensemos en el dueño de un puesto de comida callejera que no paga impuestos ni tiene licencia para desempeñar su trabajo. Esa persona se relaciona regularmente con representantes menores de la autoridad: policías que lo pueden correr de la banqueta en que despacha, inspectores de salubridad que le pueden exigir agua corriente o recolectores de basura que no tienen en principio por qué darle un servicio que le es indispensable. Todo eso lo resuelve nuestro vendedor con dinero, dando mordidas.

El presidente de la República poco tiene que ver con el manejo de alguno de estos servicios. Más allá de eso, el papel que tiene esta clase de corrupción es realmente fundamental, pues permite que pueda subsistir una actividad informal que le da vida a millones de trabajadores y que entrega servicios indispensables. Además, la corrupción ofrece un mecanismo de regulación de la economía informal, ya que ayuda a que un policía discrimine entre los vendedores que serán tolerados en su territorio de operación y los que no. Ni el gobierno ni ningún presidente puede prohibir la economía informal de cuajo, pero los gobiernos locales sí necesitan mecanismos para regularla. La corrupción los ayuda en este sentido.

Por último, la corrupción que corre día a día en la regulación de la economía informal también ayuda a gobernar con un gasto público artificialmente bajo. Así, el gobierno puede mantener sueldos reducidos para los policías o recolectores de basura porque se sabe y se espera que ellos encontrarán un suplemento “corrupto” a los ingresos que reciben del erario.

Es verdad que esta clase de pequeña corrupción a veces sí opera a todo lo largo de un escalafón, con el policía dándoles su tajada de mordidas a sus superiores y éstos a los suyos, etcétera. Este rasgo podría hacer pensar que al menos este tipo de corrupción sí se podría resolver “barriendo de arriba hacia abajo”, es decir, poniendo a un jefe de la policía honesto. Pero en realidad combatir esta clase de corrupción requeriría una estrategia mucho más complicada que el simple, aunque muy valioso, recurso de la honradez de los jefes, ya que habría que implementar mecanismos alternativos para regular la economía informal, aumentar los sueldos de los funcionarios menores e intermedios y ampliar los servicios urbanos. Así, por honesto que fuera el jefe, necesitaría otra clase de recursos que los que tiene para hacerle frente al problema.

Vistas las cosas, entonces, queda claro que la extirpación de la corrupción no pasa tanto por la honradez del señor presidente, como por cambios en la economía política del país, que son intervenciones que no están al alcance de su simple albedrío.