EL PRIMER TRIBUNAL CONSTITUCIONAL DEL MUNDO CUMPLE UN SIGLO DE EXISTENCIA

Gabriel Orellana Rojas

El día uno de octubre de 1920 fue aprobada la Constitución de la Primera República de Austria, cuya vigencia se extendió hasta 1934.  De la misma destaco que se logró gracias al acuerdo logrado entre los partidos socialdemócratas y social cristiano, en aquel momento mayoritario.  Fue el canciller Karl Renner, otro destacado jurista, quien, además de la redacción del primer borrador del proyecto de constitución también le encargó preparar la recepción del nuevo ordenamiento republicano del Reicherichtshof (Tribunal imperial de la época habsbúrgica).

Acorde con las muy valiosas enseñanzas del Profesor Gerardo Eto Cruz, ex magistrado del Tribunal Constitucional de la República del Perú, (El primer centenario de los tribunales constitucionales en el mundo): «el tema del control de la constitucionalidad de las leyes, como también la afirmación y tutela de los derechos fundamentales de la persona, no existió –como problema en sí— hasta antes del advenimiento del constitucionalismo; ello, por supuesto, sin desconocer que la lucha de las personas por su libertad frente al poder político ha existido siempre, ya que tuvo cauce institucional en diversas figuras, incluso de la Grecia antigua. En esta perspectiva lo que queremos señalar es que los Estados Unidos, hasta antes del siglo XVIII en que se pretende racionalizar el ejercicio del poder a través de las Constituciones, no pudieron concebir la existencia de los fenómenos del control de constitucionalidad de las leyes, como la protección de los derechos humanos, toda vez que no hubo, lo que Adolfo Merkl y Kelsen denominaron como “la estructura jerárquica del orden jurídico.” En efecto, los estados republicanos modernos, a partir del siglo XVIII para adelante, y bajo el marco de los textos constitucionales, generaron lo que Kelsen […] en su “Teoría Pura del Derecho” denomina como el proceso de creación del derecho, el que se verifica a través de peldaños normativos, en una suerte de retroalimentación recíproca: las normas deben su validez en otras, y éstas en otras, hasta desembocar en una pirámide jurídica en la que la Constitución expresa el grado superior que Kelsen termina por atribuirle una norma jurídica hipotética no positiva. […] A raíz de la construcción escalonada del orden jurídico, es que se plantea que unas normas, al no compatibilizar con la norma mayor, entran en conflicto y requieren ser objeto de un control.  He aquí el gran derrotero de la historia constitucional contemporánea y que data desde el origen mismo del constitucionalismo clásico.»     

A lo dicho cabe señalar, con palabras de Francisco Fernández Segado —citado por Eto Cruz—que «el constitucionalismo histórico alumbró dos tipos básicos de sistema de control de la constitucionalidad: el control por órganos judiciales ordinarios, característico del sistema constitucional norteamericano, y el control por un órgano político, de impronta francesa.» Y hace notar que el modelo estadounidense «obedeció a circunstancia históricas y políticas distintas a la europea.  […] Jamás los ardientes revolucionarios franceses iban a otorgar a los jueces facultades de controlar la constitucionalidad de las leyes. La razón, históricamente, era comprensible: los jueces habían sido instrumentos de los reyes en las monarquías absolutas. Se pensaba, entonces, que los jueces al no ser depositarios de la soberanía (el Parlamento), no podían tener dicha prerrogativa que, en principio le correspondía al Congreso.  Paralelamente a ello, y en el siglo XIX, surge la teoría de que el Parlamento era la máxima autoridad suprema; es decir el poder supremo […] porque el Parlamento es expresión del pueblo, y el pueblo en las democracias es lo máximo que existe como representación, los ideólogos de la época se interrogaban por qué un juez va a declarar que una ley no es aplicable.  Esto importaba ir contra una tradición filosófica política.  Fue sí como el pensamiento europeo se entrampó; pues por un lado se decía que el Parlamento era soberano y hacía lo que quería y, por otro lado, los jueces eran simples autómatas de la ley (recuérdese las famosas palabras de Montesquieu en El Espíritu de las Leyes).  Por lo tanto, los jueces sólo debían aplicar ley, aún cuando ella pudiera ser inconstitucional.  Esto fue, en líneas generales, el gran problema de fines del siglo XVIII e inicios del siglo XIX.»  Llegado el momento, Kelsen no optó por ninguno de estos dos modelos, tema del cual me ocuparé en mi próxima columna.