El culto al individuo y la crisis de las instituciones

“Debemos pasar, de una vez por todas, de la condición histórica de país de un hombre a la de nación de instituciones y leyes”. (Plutarco Elías Calles)

Según el clásico estudio “Economía y Sociedad”, de Max Weber, existen tres tipos ideales de instituciones: las que provienen de la “santidad de lo instituido”, cuyo eje central son las tradiciones que nos han sido heredadas del pasado y cuyo fundamento es moral y/o religioso; las que se instauran mediante lo que ahora se denomina “Estado de Derecho”, características de las instituciones burocráticas, guiadas por el imperio de la ley; y las que se derivan del influyo de los personajes de personalidad recia y carismática, característica de lo que Weber denomino “patrimonialismo”. De estos tres tipos de instituciones surgen tres tipos de dominación: la tradicional, la legal y la carismática.

En sociedades estables y desarrolladas, las instituciones de la dominación tradicional y legal deberían estar en mutua relación y concordancia: los legisladores, imbuidos de los valores y tradiciones de una sociedad, deberían establecer normas legales que preserven y le den continuidad a ese sustrato social y cultural: la imposibilidad de aplicar el ordenamiento jurídico en Guatemala, de hecho, corresponde a esa incompatibilidad entre la tradición y la legalidad: muchas leyes simplemente se trasplantan de una realidad externa, y se intentan aplicar sin mediación en una sociedad que las desconoce cotidianamente, como muchas disposiciones de la ley de tránsito, en especial las relativas a la circulación de motocicletas (Decreto número 132-96 y sus reformas).

El tercer tipo de instituciones, las basadas en el carisma de individuos excepcionales, siempre encarna la posibilidad de cambios vertiginosos y radicales en la estructura social y política, debido a que puede evadir los mecanismos sancionados social y legalmente. Sin embargo, la propia dominación carismática al final debería de desembocar en la “rutinización” del carisma, que no es más que el germen de otra dominación tradicional y/o legal: las diversas fuentes de la dominación, por lo tanto, deberían convivir en un equilibrio.

El mundo moderno ha alterado este equilibrio, que en sociedades como Guatemala siempre fue precario: la emergencia del culto al individuo y la personalidad ha magnificado el tipo de dominación que proviene de los individuos excepcionales. Por todos lados, los medios de comunicación y los ciudadanos buscan afanosamente rendirle culto a sus “ídolos”: ya sea en el campo deportivo (Maradona), como en el campo tecnológico (Steve Jobs), o en el campo de la música (Arjona), todos andan en busca del individuo excepcional a quien rendirle culto, con lo cual se ha magnificado la posibilidad de alterar el arraigo de las tradiciones y las leyes.

Los Estados Unidos actualmente es la imagen viva del peligro del influjo carismático de individuos que se enfrentan a las tradiciones y los ordenamientos jurídicos: Trump sigue siendo un personaje de controversia, debido a su estilo disruptivo y caprichoso, lo cual ha significado el desafío institucional mas grave que ha enfrentado Estados Unidos en más de dos siglos: el daño causado al ordenamiento legal y tradicional todavía esta por verse.

Para el caso de Guatemala, el problema es justamente a la inversa de los Estados Unidos: aquí el ordenamiento legal nunca reconoció el sustrato social o cultural, por lo que siempre se han producido muchas contradicciones entre lo legal y lo real, tal como señalábamos con la ley tránsito: lo legal, lejos de establecer el horizonte de lo posible, se usa para legitimar, de forma casuística y caprichosa, los deseos e intereses del jefe de turno, amparados en la forma en que se elaboran las leyes: con vacíos, contradicciones y lenguaje ambiguo que favorece el acoplamiento entre los deseos caudillos, con el cumplimiento formalista de la ley, pero desvinculado del espíritu con el que se sanciono la norma legal.

La característica central de las instituciones en Guatemala, por lo tanto, es su precariedad: dependen siempre de los deseos e intereses del jefe de turno. Debilidad que se refuerza siempre por la incesante emergencia de nuevos caudillos que cada 4 años, acaparan la esperanza de los guatemaltecos de que al fin, llegará el “mesías” prometido, ese personaje carismático y excepcional que llevará al fin a Guatemala al “cielo prometido”.

Las bases institucionales carismáticas de Guatemala garantizan el llamado “síndrome de fracasomanía”, por lo que nunca aprendemos de nuestros errores, y siempre estamos condenados a que el nuevo líder “invente” el agua azucarada. Mientras no modifiquemos ese circulo vicioso, las posibilidades reales de cambio son pocas.