ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LAS MEDIDAS DE MANO DURA

Andy Javalois

En Guatemala, los ofrecimientos de “mano dura” han estado presentes en los discursos políticos con el pretexto de contener la delincuencia, así como supuesta solución a la poca confianza en la efectividad del Organismo Judicial.  Objetivamente es cuestionable dicha incidencia. Lo que si se ha logrado es que todo se busque solucionar con algún tipo de sanción, entre las que destaca privar la libertad.   

Cada vez que se mencionan este tipo de medidas, vienen a mi mente obras literarias como la de Rafael Arévalo Martínez llamada Ecce Pericles, junto con El señor presidente de Miguel Ángel Asturias, ambas referidas al dictador Manuel Estrada Cabrera. Recientemente he leído Tiempos recios de Mario Vargas Llosa y me dejó reflexionando la última novela de Eduardo Halfon llamada Canción. Subyace en ellas la descripción de la intolerancia y el autoritarismo, tristemente frecuentes en Guatemala.

Se puede afirmar que existe una alianza espuria para producir una opinión pública favorable a la aplicación de mecanismos de represión más no de solución. Se justifican y exaltan medidas de “mano dura” contra los infractores, aun en delitos de menor impacto, a sabiendas de que son respuestas que apelan a la subjetividad emotiva, en lugar de una adecuada planificación; lejos de disminuir la tasa delincuencial, estas medidas la incrementan de manera incontrolable.

Debemos recordar en dicho contexto que, por una u otra circunstancia, cualquier persona puede verse sometida a los vericuetos kafkeanos del sistema de justicia nacional y, en consecuencia, sufrir las dantescas condiciones en que se encuentra el sistema penitenciario.  Todo ello con la aquiescencia de autoridades a cargo de instancias judiciales, policiales y administrativas.

Esto puede derivar, peligrosamente, en una política no del quien las debe, sino del quien las paga, sin importar, realmente, si se es responsable o no.  El gobierno y el Congreso –obviamente sin ningún estudio previo de política criminal, pero si considerando su incidencia en el nivel político-electoral–, promueven la creación de leyes para aumentar penas, crear delitos, reducir beneficios, imposibilitar el ejercicio de derechos, menoscabar garantías e impedir la posibilidad de un juicio justo, salvo, claro está, que se pertenezca a un determinado grupo y se cuente con los recursos económicos necesarios.

Dentro de este marco, el papel de los medios de comunicación tradicionales y de las denominadas redes sociales es preponderante. En el caso de los primeros, difunden los más escandalosos novelones judiciales, mientras otros exacerban el pánico llevando al público la trayectoria criminal de homicidas, secuestradores, violadores y bandidos entre otras lacras semejantes. El rating o la distribución material o cibernética de sus contenidos parece marcarles el paso. Hace mucha falta, sin dudas, un compromiso ético en la difusión de la información.

El asunto es más grave en las denominadas redes sociales, que ni siquiera están sometidas a los cuidados de una redacción institucional, que vele por un mínimo de certeza respecto de la información que se difunde. Por eso son las favoritas para la difusión de noticias falsas las denominadas en el mundo anglosajón “fake news”. Es así que, trasladan a grandes números de personas ideas sin fundamento que buscan posicionar en el imaginario público, nociones, muchas veces retorcidas y alejadas de la realidad. Apelan más a los sentimientos que a la razón. Por ejemplo, a través de las redes sociales se promueve la absurda creencia de que los derechos fundamentales son para los delincuentes y no para todas las personas en el país. 

Las medidas de mano dura pueden terminar por convertirse en una especie de terrorismo estatal, que amenaza al abogado defensor que se opone al uso abusivo de la prisión preventiva; que intimida al fiscal que solicita alguna salida distinta de someter a juicio a una persona; que procesa penalmente al magistrado constitucional que cumple a cabalidad su obligación de resguardar el orden jurídico constitucional, además de instar acciones en contra de jueces que fundados debidamente en ley y medios de convicción,  disponen libertades, revocan detenciones, conceden medidas sustitutivas a la prisión preventiva o absuelven.

Si se me permite lo diga en estos términos, es derecho penal del enemigo, concepto del que habló el autor alemán Gunther Jakobs. Y, al enemigo, hay que eliminarlo a cualquier precio. En dicho sentido impone el uso de lenguajes belicosos: “guerra al delito”, “combate a la criminalidad”, “eliminación del delincuente”.

Otra consecuencia de este tipo de medida es el hacinamiento en las cárceles. Para el caso de Guatemala este está alrededor de más de un 300%. Sumemos a ello, la violencia intracarcelaria, como prueba del populismo penal. Las medidas de “mano dura” permiten la restricción arbitraria de la libertad, acusaciones o condenas sin pruebas suficientes. En este esquema, no resulta extraño que los centros penitenciarios estén en control de los internos y no de las autoridades. La corrupción campea y más perece que la represión termina siendo su aliada.

De la promoción de un Estado de derecho, se pasó a favorecer un Estado de represión punitiva que tiende a negar todo derecho; los procesos y procedimientos se convierten en herramientas al servicio de lo que puede llamarse política de criminalización de las personas, que se identifican como enemigas, sean o no responsables de actos ilícitos; se politiza la justicia. El control del crimen se convierte en tema de campaña política y se pretende eliminar al infractor, sin ninguna intención real por proponer e implementar soluciones efectivas, no excluyentes, ni discriminatorias, que permitan empezar a resolver las necesidades económicas, sociales, culturales y medio ambientales de las personas en Guatemala.