A PROPÓSITO DEL LLAMADO “BICENTENARIO”

Renzo Lautaro Rosal

El Bicentenario de la denominada «independencia», es considerado la gran celebración del año por parte de los remanentes, herederos y sempiternos ganadores del pacto político suscrito es septiembre de 1821.  Para ellos, significó autonomía, dejar de ser utilizados por la Corona para estar en condiciones de poner en marcha sus propias agendas de intereses. Entonces, cabe preguntarnos a lo largo de la región centroamericana, de qué y para qué nos independizamos, más allá de la narrativa que se impone como verdad absoluta.

Este año, 2021, debería ser un espacio temporal que sirva para cometidos constructivos y contribuyan a posicionarnos, en el mediano plazo, como una región que contiene sociedades viables. Hoy parece que no lo somos. No se trata, necesariamente, de retomar los productos de procesos de diálogos anteriores, pero si tomarlos como referentes (Esquipulas I y II, por ejemplo), para establecer acuerdos renovados de gobiernos, élites, sociedad civil, y en especial, expresiones ciudadanas que en la última década se han posicionado con agendas transformadoras donde se incorporan, con fuerza, los planteamientos de actores locales/territoriales, ausentes del pacto político establecido en 1821.

Es importante denominar las cosas/los eventos, tal como son, no como algunos quisieran que se interpretaran por la generalidad. Lo sucedido hace 200 años fue un proceso de autonomía de las élites urbanas de los cinco países. Quitarse de encima pesos que afectaban correlaciones políticas y económico-comerciales. Desde esta perspectiva, sean ellos y sus descendencias, las orientadas a celebrar. Pero esa narrativa de triunfalismo no es representativa de las grandes mayorías centroamericanas. La independencia fue un episodio, a lo largo de un recorrido largo, complejo, denso e inacabado. Como lo plantea Acemoglu, la «independencia sola no iba a ser suficiente», agrega «… la independencia de España fue un paso importante, pero no cambió mucho las cosas. En algunos lugares, incluso las empeoró cuando fueron las élites locales las que se convirtieron en los nuevos amos explotadores». En 1821 se inició el proceso de diseño de complejos sistemas políticos a lo largo de la región, que, con excepción de la transformación iniciada en 1948 en Costa Rica, ha dado como resultado la consolidación de fenómenos que obstaculizan el pleno desarrollo social y económico de sus habitantes, tal como la corrupción endémica.  

El año en curso, debe motivar el inicio de un nuevo ciclo histórico social para la región; el cual parta de reconocer que la Centroamérica de hoy, si bien acumula importantes resabios de la construcción iniciada en 1821, también ha cambiado en términos demográficos, surgimiento de nuevas ciudadanías, dinámicas generadas desde los espacios locales, reivindicaciones en favor de mayor inclusión, participación, representación política, planteamientos en favor de mayor representación e incidencia de los pueblos indígenas, fiscalización creciente a los gobiernos, mayor relacionamiento con los fenómenos globales.

El 2021 debiera ser de profunda inflexión, para enmendar y reemprender, no para celebrar. No podemos, ni debemos hacer a un lado las huellas generadas en estos doscientos años; pero es momento de mirar las potenciales oportunidades. Un factor es esencial: esta nueva etapa no debe ser con los mismos interlocutores, sino con los actores que tengan la calidad moral y ética para orientar, con sentido estratégico, las rutas del nuevo devenir. El riesgo del continuismo está a la orden del día y representa el principal riesgo.